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-Donde había un bar ahora hay un beach club, con staff en vez de camareros y sus camas balinesas en vez de las hamacas. Los precios el doble o más que antes y los clientes felices-. Me puse la toga de juez y pensé - ¿Estamos tontos? - y el señor del chiringuito se siguió forrando. ¿Qué es lo que cuenta? ¿No? No pero ese es otro tema.
Ese invierno las magdalenas llegaron a España, bueno no exactamente. Se abrió la primera tienda de cupcakes que por cierto hoy ya deben contarse por decenas. Con un precio de 1,80 y los 2,50 euros pensé que yo no pagaría eso por una magdalena tintada con los mismos colores que mis Plastidecor del colegio. Yo no pero miles de personas sí y con repetición. Para hacer más sangre hasta hay un programa de televisión que te enseña los trucos de las cupcakes con su batidora asociada y otro robot que se vende en una teletienda.
En ambos casos olvidaba, como muchos emprendedores, que quería enamorarme de mi idea cuando lo que debía hacer era saber qué podía enamorar al consumidor. No podía innovar porque no era capaz de ver lo que muchos otros podían necesitar.
No importa si tú comprarías tu servicio o producto, no importa si lo harías a ese precio, ni importa si lo comprarías a la competencia. Sólo importa saber si puede haber gente satisfecha con él.